Garragélida - Capítulo 5: Penumbra
#5 of Garragélida
Y después de este pequeño descanso debido a las vacaciones de Semana Santa, aprovecho para subir el quinto capítulo de "Garragélida". En esta ocasión es algo más largo que los demás, acercándose un poco a la longitud de los capítulos de mi antigua historia.
Como siempre, gracias por leer y ¡espero que os guste! ^^
Aquella noche, Zèon no pudo pegar ojo.
Al mínimo movimiento, aún podía sentir el agudo dolor que los latigazos habían dejado no sólo sobre su espalda, sino dentro de su cuerpo. Sentía todos sus músculos agarrotados y doloridos, casi como si le hubieran obligado a dormir durante mucho tiempo en una postura imposible. Zèon creía que aquello se debía a la descarga eléctrica de los latigazos, aunque no habría podido asegurarlo. Aquello ya hacía que conciliar el sueño fuera difícil, pero no era lo único que le impedía dormir en aquellos momentos. Junto con el dolor físico, aún estaban los amargos recuerdos de su pasado y, sobre todo, la preocupación por saber que los residentes de la Caja ya conocían su secreto. ¿Cómo reaccionarían los fehlar al saber que en el pasado no había sido más que un vulgar esclavo de la más baja clase?
Si había algo que Zèon detestaba era parecer débil. Sabía que sus emociones le hacían parecer débil, que su apariencia física le hacía parecer débil y que aquella marca que le habían grabado en la piel le hacía parecer débil. De esas tres cosas, sólo podía controlar las dos primeras. Por eso, desde el momento en que había entrado en la Caja, había sentido la necesidad de ocultar aquel siniestro tatuaje de manera casi obsesiva. No quería que nadie le mirara por encima del hombro por ser quién era, ni que le prestaran una ayuda que él jamás había pedido, ni necesitaba. Sólo quería parecer alguien normal.
Y, sin embargo, ahora todos sus esfuerzos para conseguir aquello se habían evaporado en el aire. Todos sabían que no era normal, ni lo había sido nunca. Todos sabían que, en algún momento de su vida, no había sido más que un objeto.
Zèon dirigió una larga mirada a Luca. El lobo se había quedado en la cabecera de su cama, sentado, mientras le sostenía la zarpa; pero las horas habían ido pasando y finalmente no había podido evitar caer dormido. En ese momento, su cabeza descansaba contra uno de los postes de la litera y roncaba suavemente. La mirada del zorro ártico se tiñó de ternura y esbozó una leve sonrisa, mientras sus ojos recorrían el rostro del único ante el que habría mostrado sus sentimientos abiertamente, el único al que habría permitido conocer sus debilidades físicas; el único al que se había atrevido a contar por qué tenía aquella marca en la cintura. Si había tratado a Koi siempre como a un hermano pequeño, Luca era para él el hermano mayor que nunca había tenido. Zèon no sabía qué habría hecho si le hubieran quitado a uno de los dos. A veces pensaba que habría sido como volver a perder a su familia de nuevo.
Las noches en la Caja eran extrañas. No se escuchaba ni un solo ruido en los pasillos, y de las habitaciones de otros kane o fehlar tan sólo parecían provenir pesadas respiraciones somnolientas o algún ronquido. Nadie estaba despierto a aquellas horas; Zèon apostaba a que ni siquiera los guardas continuaban en sus puestos. La noche era, quizá, el único momento en el que se respetaba un poco la intimidad de sus presos (a excepción de las duchas, claro estaba).
En realidad, Zèon no recordaba haber pasado nunca la noche despierto en la Caja. Siempre se sentía extrañamente cansado, terriblemente agotado, como si el mero hecho de estar allí atrapado le robase la energía. Por aquel motivo, disfrutó del silencio que parecía respirarse en el aire; de la certeza de que era el único lo suficientemente consciente como para disfrutarlo. A pesar de la presencia de Luca a su lado, quería sentirse solo.
Necesitaba sentirse solo y aquella noche en vela se lo permitía.
Aquella fue la primera mañana en la que, cuando la alarma sonó, Zèon ya llevaba despierto más de un par de segundos. No había conseguido dormir en toda la noche y el paso de aquella absoluta y perfecta tranquilidad al ajetreo normal de cada mañana le pilló con la guardia baja. Por un segundo, casi lamentó que el silencio y la quietud de la noche se hubieran desvanecido, aunque no tardó más de unos cuantos segundos en acostumbrarse a aquel nuevo ambiente.
Luca se sobresaltó al abrir los ojos y descubrir que estaba en la cama de Zèon, pero no tardó demasiado en recordar que la noche anterior se había quedado a dormir allí. Se estiró, haciendo crujir un poco sus huesos y despertando sus músculos entumecidos. A continuación, casi completamente despejado ya, dirigió una mirada de preocupación al zorro ártico, que permanecía tumbado a su lado con expresión serena.
-Estás mejor -comprendió el lobo, sin necesidad de palabras.
Zèon asintió. Algo que le encantaba de su relación con Luca era la extraña capacidad que ambos tenían de comunicarse con una simple mirada.
-¿Qué vas a hacer hoy? ¿Vas a ir al salón?
-No creo -respondió Zèon, negando lentamente con la cabeza -. Ya no me duele tanto, pero creo que sería peor si me moviera. Así que, por ahora, evitaré hacerlo.
Luca asintió, comprendiendo.
-Espero que no tengas ningún problema cuando pasen lista -comentó el lobo.
Zèon aún no había caído en la cuenta de que, como todas las mañanas, tenía que estar en el salón cuando Sophia leyera los nombres de todos los residentes. Se estremeció; el castigo por no responder eran dos latigazos y después de la paliza del día anterior, él no estaba dispuesto a probar el roce eléctrico de aquel artefacto nunca más. Sin embargo, al cabo de unos segundos negó con la cabeza.
-No estoy seguro, pero... ¿recuerdas que ayer, cuando pasaron lista, Sophia no llamó a Sapiens V? -añadió, señalando con la cabeza al humano, que en aquel momento acababa de incorporarse sobre la cama.
-No me había dado cuenta, pero es cierto -admitió el lobo, perplejo -. No dijo su nombre.
Zèon asintió.
-Creo que sabe por qué no se presenta en el salón. Sabe que no quiere despertar la antipatía de los kane y los fehlar. -El zorro ártico hizo una pausa, recordando cómo el día anterior, después de haberse presentado al humano, le habían recomendado que se quedara en la habitación por el momento -. No sé cómo, pero ella se entera de esas cosas. Por eso no dijo su nombre, porque sabía que nadie respondería.
-Entonces, ¿crees que sabrá que tú tampoco vas a aparecer por el salón hoy?
-Bueno, fue ella la que me dejó inconsciente ayer -le recordó Zèon, con un escalofrío -, así que debería saberlo. Aunque quizá piense que mi obligación es presentarme ahí, aunque aún esté convaleciente. No sé qué pensar.
Luca le dirigió una larga mirada, pensativo.
-No quiero obligarte a ir, pero... -murmuró, preocupado -tampoco quiero que te haga más daño.
-No lo hará -le aseguró Zèon, tratando de tranquilizarle -. Ayer dijo que la había decepcionado y que me tenía por alguien más inteligente. Creo que... creo que lleva un tiempo observándome y que le intereso, aunque aún no alcanzo a entender por qué.
Luca permaneció unos segundos en silencio, tratando de asimilar aquella información. Al cabo de un rato, se levantó de la cama y sacudió la cabeza, como si estuviera tratando de apartar aquellos pensamientos de su mente porque los consideraba demasiado alocados, o quizá demasiado inquietantes.
-Espero que tengas razón -murmuró.
En ese momento, Zèon distinguió unos ojos violáceos observándole desde detrás de las escaleras de la cama, con preocupación y cierta culpabilidad. No pudo evitar sentir algo cálido despertar en su interior al comprender a quién pertenecía aquella mirada.
-Hola, Koi -saludó, con suavidad, tal y como hacía todas las mañanas.
Sin embargo, el pequeño husky no contestó. Sus ojos estaban húmedos y enrojecidos, y Zèon comprendió que había estado llorando en algún momento en que él no había estado lo suficientemente atento. Algo dentro de él se estremeció ante la visión de un Koi tan desanimado.
-¿Qué te ocurre? -preguntó, tratando de transmitir verdadera preocupación a sus palabras. Realmente lo estaba, pero las emociones no eran precisamente su punto fuerte.
-Fue por mi culpa, ¿verdad? -preguntó el husky, con un hilo de voz que sonó tan triste que el corazón de Zèon se encogió -. Lo que te hicieron... fue porque yo...
-No, Koi -le interrumpió el zorro ártico, negando categóricamente con la cabeza -. Esto no es culpa tuya.
-¡Pero fui yo el que se chocó con ese señor malo! -exclamó el pequeño. Parecía a punto de romper a llorar de nuevo -. Debería haber mirado por donde andaba. Deberían haberme hecho daño a mí...
En ese momento, el brazo de Luca se cerró en torno al husky y lo atrajo contra sí, consolador. Koi dejó escapar un sollozo y el lobo le acarició la cabeza, con ternura. Zèon agradeció que se encargara él de aquello: tenía mucha más mano que él con aquellas cosas y verdaderamente sabía cómo hacer que alguien se sintiera mejor. Él, en cambio, sólo podía aspirar a imitarle torpemente intentando reproducir sus movimientos y aquello, por lo general, solía funcionar sólo a medias.
-No digas esas cosas, pequeño -le consoló el lobo, con un tono de voz cálido y suave -. Por supuesto que no fue culpa tuya. Ese matón te había robado tu preciada carta y Zèon sólo hizo lo que tenía que hacer, ¿no crees?
-Sí, pero... -comenzó Koi, aunque Luca le interrumpió separándolo un poco de sí y colocándole una garra en el hocico.
-Eh, sé lo que te hará sentir mejor. ¿Qué te parece si echamos una carrera hasta las duchas? El que gane tendrá derecho a llenar al otro de jabón -añadió, esbozando una sonrisa maliciosa.
El rostro de Koi se iluminó un poco.
-¿Podré lanzarte toda la espuma que quieras? -preguntó, como si no terminara de creérselo -. Y... y... ¿y no te quejarás, como sueles hacer?
-Por supuesto que no. Pero antes -añadió, guiñándole un ojo -, tendrás que ganarme.
Y dicho esto, el lobo echó a correr en dirección a la puerta. Koi dejó escapar una exclamación sorprendida, pero no tardó demasiado en reír y empezar a perseguirle, completamente inmerso ya en su juego. Zèon los vio marchar, sonriendo, y aún pudo dirigirle una mirada de agradecimiento a Luca antes de que ambos desaparecieran por la puerta.
Después se recostó en la cama de nuevo y cerró los ojos, cansado.
-Me parece impresionante que sean capaces de tomarse las cosas con tanto humor, teniendo en cuenta que estamos aquí encerrados -escuchó entonces una voz, al otro lado de la sala.
Zèon abrió un ojo, ligeramente sorprendido. Casi se había olvidado de que el humano continuaba allí, en la litera de Luca.
-No les culpo. De hecho, les envidio -añadió Zèon, encogiéndose de hombros -. Preferiría poder ser como ellos. No hay mucho más que hacer en esta situación y afrontarlo con mal humor no nos va a sacar de aquí.
-Supongo que tienes razón -murmuró el humano.
El zorro ártico no pudo evitar dirigirle una mirada, con evidente curiosidad. Eran pocos los humanos que había podido ver cerca y, a excepción de Sophia, ninguno de ellos se había dirigido a él con algo que no fuera una orden corta y directa. Hasta el momento, no había pensado en las posibilidades que le ofrecía la conversación con aquel chico, aunque todavía no lo conocía demasiado y seguía guardando cierta desconfianza precavida ante su presencia ahí.
Después de todo, podía seguir siendo una artimaña de Sophia. Zèon estaba comenzando a recelar de todo aquello que guardara alguna relación con ella.
El humano, por el contrario, parecía sorprendentemente tranquilo teniendo en cuenta lo mucho que había cambiado su vida en los últimos días. Se había dejado caer en la cama, con los brazos cruzados tras la cabeza, y observaba el techo con mirada pensativa. A simple vista, parecía inofensivo. El pelo de su cabeza era rubio, del color del trigo, y lo llevaba cortado al nivel del cuello, dándole a su peinado cierta apariencia de casco. Parecía joven, pero el zorro ártico no sabía calcular con exactitud las edades en aquellos extraños seres. Si quería enterarse, tendría que preguntarle.
Respiró hondo y abrió la boca, dispuesto a comenzar una conversación, pero el humano se le adelantó:
-Sé que no es el mejor momento... después de lo que te pasó ayer, y eso -comentó el chico, dubitativo -. Pero quería que supieras que ya he decidido qué nombre escoger para... para usarlo aquí.
La voz del muchacho sonó dolida y Zèon lo comprendió a la perfección.
-Muy bien -dijo, sin embargo -. ¿Cuál va a ser?
-Vent -respondió el humano, casi inmediatamente, como si le quemara en la lengua o tuviera verdaderas ganas de compartirlo con alguien.
El zorro ártico ladeó la cabeza. Tenía que reconocer que no sonaba mal.
-¿Por algún motivo en concreto? -preguntó, tratando de fingir interés.
-No -admitió el joven, pesaroso -. Es sólo que... me pareció un buen nombre.
-Cualquier nombre que tú escojas será un buen nombre -le aseguró Zèon, con suavidad -, mientras lo escojas para ti mismo.
-Bueno. Pieldesnuda no sonaba precisamente muy bien -bromeó el humano, con una media sonrisa.
Zèon tuvo que admitir que tenía razón.
-¿Cuántos años tienes, Vent? -preguntó, utilizando aquel nombre por primera vez. Procuró que su voz no sonara como si tan sólo estuviera recabando datos.
-Quince -respondió el humano -. Eso no lo he olvidado. No entiendo por qué mi nombre no está, pero todo lo demás sí... -añadió, con un hilo de voz. Al cabo de unos segundos, sacudió la cabeza -. ¿Y tú?
Zèon tardó unos instantes en comprender que no le estaba preguntando por su opinión respecto a la ausencia de sus nombres, sino por su edad.
-Diecinueve -contestó, y se apresuró a añadir -. Koi tiene ocho y Luca, veintitres. Por si...
Las palabras murieron en sus labios. <<Por si te interesa saberlo>> iba a haber dicho, pero acababa de darse cuenta de que, por lo general, era el único que le daba importancia a aquellos pequeños detalles.
En ese momento, alguien llamó a la puerta de la habitación. Fueron sólo un par de golpes suaves, pero Zèon se sobresaltó. Por lo general, nadie solía visitarles, y mucho menos cuando la mayor parte de los residentes se encontraban en las duchas.
Un súbito presentimiento se apoderó de él y contuvo el aliento, mientras a su mente acudían recuerdos del día en que Vent había llegado a la Caja, recuerdos de la pelea que había estado a punto de tener lugar. La voz de Kainn pidiendo sangre resonó en su mente como un lejano eco. ¿Y si la hiena había decidido tomarse la justicia por su mano... y acudir ahora a la habitación del humano para acabar con él?
El zorro dirigió una rápida mirada al joven, nervioso. Este parecía ajeno al peligro que aquella visita podía suponer y simplemente miraba a la puerta, con curiosidad.
-¿Abro? -preguntó, al cabo de unos segundos, sin saber muy bien cómo reaccionar.
-¿Zèon? -se escuchó entonces unz voz procedente del exterior; una voz que, afortunadamente, no tardó en reconocer -. Zèon, ¿puedo pasar?
El zorro ártico suspiró, aliviado.
-Sí, Ike -respondió, volviendo a recostarse en la cama -. Pasa.
La puerta se abrió y la cabeza del león se asomó a la habitación. No tardó en entrar y cerrar la puerta tras sus espaldas, con cierta cautela. Zèon le dirigió una larga mirada, analizando aquellos movimientos tan calculados: estaba claro que Ike se sentía incómodo por algo y que trataba de disimularlo de la mejor forma posible, aunque sin conseguirlo. El zorro también percibió que su pelaje estaba aún húmedo y que no se había secado ni peinado la melena del todo, de forma que esta caía desordenadamente alrededor de su rostro y su cuello.
Aquello, desde luego, era extraño. Sobre todo, porque nunca antes había visto a Ike actuando así.
-Yo... esto... -comenzó el león, una vez hubo cerrado la puerta y se giró hacia él. Pareció pelear con las palabras durante unos segundos, como si no supiera cómo expresarse -. Estaba preocupado por ti -terminó diciendo -. ¿Cómo te encuentras?
-Mejor, gracias -respondió Zèon, cautelosamente. Seguía sin entender aquel titubeo en el que era el líder indiscutible de todos los fehlar.
-Me alegro -suspiró Ike, y pareció realmente aliviado. Entonces, su mirada recayó sobre el humano, que observaba la escena desde su cama, algo cohibido -. ¡Oh! Tú eres... -pero se interrumpió, cuando recordó que aún no conocía el nombre del humano -... el recién llegado -completó, al cabo de un rato -. Me temo que no nos hemos presentado de manera formal. Yo me llamo Ike.
-Yo soy Vent -se presentó el joven, tratando de sonreír a pesar del escalofriante recuerdo que guardaba de aquella bestia, que había sido la primera en acercarse a él tras su llegada a la Caja -. O sea, no me llamo realmente Vent, pero tampoco es como si recordara mi verdadero nombre, así que...
-No pasa nada -le interrumpió Ike, sonriendo. Había tenido que lidiar con aquel problema con muchos otros fehlar y sabía que la falta de sus nombres era un tema difícil de expresar para la mayoría.
-Ike, ¿qué haces aquí? -preguntó entonces Zèon, sin poder contenerse. Inmediatamente, se dio cuenta de lo brusca que había sonado aquella pregunta -. No me malinterpretes, no es que desprecie tu compañía, pero... ¿por qué has venido?
El león se volvió hacia él y, de nuevo, pareció como si tuviera problemas en encontrar las palabras con las que expresarse. El zorro ártico esperó, pacientemente, preguntándose a qué vendría aquella súbita inseguridad a la hora de dirigirse a él. El príncipe de los fehlar nunca había sido especialmente elocuente, pero nunca lo había visto titubear de manera tan obvia.
-Eh... yo... -murmuró, mientras se rascaba la cabeza. Parecía incómodo -. Los fehlar.
-¿Los fehlar? -repitió Zèon, sin entender.
Ike sacudió la cabeza, como si estuviera tratando de ordenar sus pensamientos.
-Hay rumores entre los fehlar -dijo, a media voz -. Algunos creen que... que bueno... que os habéis llevado a Vent para...
-¿Para sonsacarle información y escapar de aquí antes que ninguno? -preguntó Zèon, alzando una ceja.
Ike pareció al mismo tiempo profundamente aliviado y verdaderamente sorprendido ante la intervención del zorro ártico.
-Sí, eso es. ¿Pero cómo...?
-Es lógico, supongo -añadió, encogiéndose de hombros -. Yo también habría pensado lo mismo si Vent estuviera en la habitación de un par de fehlar que, además, no suelen relacionarse demasiado con los demás.
Obvió el pensamiento de que, en realidad, Luca sí se relacionaba con el resto. Era él el que parecía resistirse a crear lazos con la gente que tenía a su alrededor.
-Yo no conozco ninguna manera de escapar de aquí -se apresuró a decir el humano.
-Ya lo había supuesto -le tranquilizó Ike, girándose hacia él con una sonrisa de disculpa -. Pero... ya sabéis cómo son los rumores. A alguien se le escapa un comentario sobre algo y minutos más tarde, ya ha crecido tanto que todo el mundo habla de ello.
Zèon asintió, lentamente.
-Quizá lo mejor para la convivencia entre nuestras razas sea que Vent duerma en su propia habitación -comentó, al cabo de un rato.
-Lo he pensado y no estoy muy seguro de eso -murmuró Ike -. ¿Qué ocurriría si a alguien se le ocurriera... atacarle? -Dirigió una mirada de disculpa a Vent mientras decía esto -. Ya sabes que hay muchos que aún no asumen el hecho de que haya un humano entre los residentes de la Caja. Alguien podría entrar a su habitación y...
-...y después nos pelearíamos por saber quién es el culpable -completó Zèon, comprendiendo -. Reconozco que no había pensado en esa posibilidad. Pero entonces, ¿qué deberíamos hacer?
Ike volvió a mostrarse visiblemente incómodo y Zèon le dirigió una mirada suspicaz.
-Yo había pensado... -comenzó el león -... había pensado que, ya que Vent y tú vais a quedaros en vuestra habitación durante una temporada, podría pasar el tiempo con vosotros. De esa manera, los fehlar no podrían acusaros de estar confabulando -se apresuró a decir -, puesto que yo estoy presente.
El zorro ártico ladeó la cabeza. Seguía habiendo algo en el comportamiento de Ike que no terminaba de entender, aunque la idea que proponía no era mala del todo. Al cabo de unos segundos, se decidió a confiar en él y darle una oportunidad. Después de todo, cuando Vent había llegado a la Caja, el león había seguido su consejo y se había interpuesto entre él y todos los demás para salvarle la vida.
-Está bien -dijo, asintiendo -. No tengo inconveniente en que estés por aquí. ¿Y tú, Vent?
El humano negó con la cabeza, rápidamente. Al parecer, seguía sintiéndose algo intimidado por la presencia del león, que físicamente era bastante más corpulento que cualquier otro fehlar o kane con el que hubiera podido relacionarse.
-¡Genial! -sonrió el león, aunque inmediatamente se esforzó por adoptar una expresión más comedida, como si tratara de disimular su felicidad -. Os prometo que no os daré muchos problemas. Y, si lo preferís, puedo decirle a Shiba que se pase en mi lugar.
Zèon no dijo nada. No conocía lo suficiente a la tigresa que parecía acompañar a Ike allá donde iba como para juzgarla, y no habría sabido decir si estaba de su lado o contra ellos. Desde que la había visto por primera vez, había pensado que actuaba casi como la sombra del león, siguiéndole allá donde éste fuera. Incluso había oído bromear a algunos kane, que insinuaban que la tigresa también acompañaba a Ike cuando tenía que ir al baño. Pero aquello eran solo rumores, después de todo, y no les concedió mayor importancia.
La actitud del león, sin embargo, sí que le preocupaba más. Después de todo, hasta aquel momento su trato con Ike había sido tan sólo el necesario, y pensar que aquello iba a cambiar y que iban a tener que verse durante una buena parte del día no le transmitía mucha seguridad. Había contenido a duras penas hasta aquel momento las ganas de echarle en cara lo que su padre había hecho, consciente de que habría sido injusto, y de que habría retrasado cualquier colaboración que pudieran haber llevado a cabo con el objetivo de escapar de allí.
Y luego, por supuesto, estaba aquel extraño titubeo. Zèon clavó la mirada de sus fríos ojos azules en el león, que en aquel momento intercambiaba unas palabras con Vent, probablemente tratando de convencerle de que no iba a hacerle daño.
El príncipe de los fehlar ocultaba más cosas de lo que podía parecer a simple vista.
Al final, Zèon agradeció que Ike hubiera decidido pasar el día con ellos. De no haber sido por él, el día se le habría hecho extremadamente largo y, encerrado como estaba en su habitación, no podía aspirar a nada más interesante que la conversación de Ike; la cual, por otro lado, no era precisamente poco interesante.
Después de tener que abandonar apresuradamente la habitación de Zèon para presentarse en el salón antes de que Sophia llamara su nombre mientras pasaba la lista (al fin y al cabo, él no tenía motivo para ausentarse) Ike había vuelto con ellos y, ante la petición de Zèon, le había ayudado a sentarse en la cama con la espalda apoyada en la pared. Había sido entonces cuando el león había vuelto a ver las heridas del zorro ártico y se había estremecido, aunque no había hecho ningún comentario. Simplemente se había sentado a su lado, agachando un poco la cabeza para que no chocara con la cama de arriba, y se habían dedicado a hablar: a veces entre ellos dos, a veces con la intervención de Vent.
De esta manera, Zèon había podido enterarse de algunos datos realmente interesantes acerca de la vida del león; cosas que jamás habría supuesto. Por ejemplo, que tenía una hermana de apenas unos años menos que él, o que no tenía una relación muy estrecha con su padre. Detalles tan insignificantes como aquel revelaron a Zèon que, por muy de alta cuna que fuera el león, él también había tenido algo parecido a una vida familiar, una rutina que se perdió en cuanto su padre comenzó a centrarse cada vez más en la invasión de los fehlar.
Pero no hablaron de la guerra entre ambas razas. Ike cambiaba de tema cada vez que el tema acariciaba la superficie de su conversación y Zèon no se lo reprochaba. No era algo de lo que le habría gustado hablar, y mucho menos con el hijo de aquel que la había comenzado.
De modo que Ike le habló de otras cosas. Le reveló que había cumplido veintitrés años apenas unos días atrás y que lo había sabido gracias a haber llevado la cuenta de los días desde el momento en que había despertado en la Caja. Zèon, al escuchar esto, le había dirigido una mirada con renovado respeto: él no se había atrevido a hacerlo debido, entre otras cosas, a que sabía que aquello le habría hecho más mal que bien. Ike, sin embargo, parecía concederle la importancia justa, sin ignorar la importancia del tiempo que pasaban allí pero sin obsesionarse con él tampoco. El zorro ártico encontraba aquella maravillosa virtud para situarse en el equilibrio de las cosas realmente admirable.
Pero el león no comprendía la grandiosidad de saber mantenerse en aquel punto medio. En lugar de eso, pasó casi media hora explicándole a Zèon por qué él jamás sería un buen monarca, poniendo como ejemplo el poco poder de control que había demostrado al intentar contener a los que pretendían atacar a Vent. Nunca había sido bueno en la política y jamás lo sería. Zèon estuvo a punto de contradecirle en varias ocasiones, pero finalmente prefirió dejar que se desahogara, en lugar de demostrarle lo equivocado que estaba. Sin embargo, pronto cambiaron de tema.
Ike también le habló un poco de Shiba. Le explicó que era su Centinela; o que lo había sido, cuando él aún vivía en su castillo, en los Pantanos de Fuego. Los Centinelas eran una orden fehlar estrechamente relacionada con la vida en la corte cuyo cometido consistía principalmente en proteger a los grandes mandatarios de cualquier intriga de palacio. Estaban bien considerados entre las clases pudientes y, aunque su función estaba algo anticuada en la actualidad, aún cumplían su trabajo con diligencia y se lo tomaban con una seriedad que habría envidiado cualquier otro guerrero.
Por lo que parecía, mientras que en los kane el método más usado en la Antigüedad para derrocar a los reyes había sido la simple fuerza o incluso los golpes de estado, los fehlar eran recurrentes a utilizar métodos más sofisticados. De esa forma, entre ellos se había generalizado la tendencia a los venenos o la contratación de mercenarios, que permitían a los aspirantes al trono eliminar a sus enemigos sin levantar sospechas. En aquel ambiente de absoluta desconfianza, los Centinelas se habían convertido en los perfectos defensores de los monarcas. Eran una organización independiente de la corona, cuyos miembros se limitaban a jurar lealtad a un miembro de la aristocracia; una lealtad que portaban como honor durante toda su vida. Ningún Centinela habría traicionado a la persona que estaba a su cargo. Haberlo hecho habría significado no sólo una rápida expulsión de la orden, sino también un terrible castigo del que Ike no sabía nada... ni quería saberlo. Los altos cargos de la Orden de los Centinelas no se caracterizaban precisamente por su compasión.
Zèon escuchaba todo esto atentamente. Jamás había tenido acceso a la cultura de los fehlar, y le sorprendía descubrir todos aquellos nuevos datos sobre su historia, sobre la organización de su aristocracia y sobre el peligro que conllevaba la vida en palacio. Además, si bien cuando le miraba la voz de Ike tendía a temblar y a quedarse atrapada durante un buen rato en la misma frase, cuando hablaba de sus recuerdos el león parecía más seguro de sí mismo, y también algo más grande y noble de lo que daba a entender cuando titubeaba, nervioso.
Sólo dejaron de hablar en otro momento del día, cuando las tripas de Ike rugieron escandalosamente y el león, avergonzado, comprobó que era hora de comer. Trató de convencer a Zèon de que le acompañara, en vano, argumentando que llevaba dos días enteros sin comer nada. El zorro ártico rechazó su oferta, asegurándole que no habría podido comer nada ni aunque lo tuviera delante. Ike terminó cediendo, no sin cierta pena, aunque regresó de la comida tan rápido como pudo para continuar con su charla. Había traído, además, un plato de comida para Vent, ya que no podía abandonar la habitación.
-Bueno, ¿y qué hay de ti? -le preguntó al cabo de un rato, después de haberle explicado por qué era de mala educación regalar lana en la corte de los Zarpasuave, una adinerada familia de gatos en el sur del territorio fehlar -. ¿Qué me puedes contar de tu tierra?
Zèon titubeó, por primera vez desde que su conversación había comenzado.
-Pues... yo vivía en Tundranorte -le explicó, al cabo de unos segundos -. También teníamos un palacio, pero no vivía en él tanta gente como en tu castillo. Supongo que, entre otras cosas, era porque la región norteña de nuestra tierra es especialmente fría y no cualquier kane puede soportar el clima.
Ike sonrió con malicia.
-Sabía que tenías sangre noble -le aseguró -. No sé por qué, pero lo he pensado desde la primera vez que te vi. Hay algo en ti que lo dice a gritos.
-Pues no sé qué puede ser -respondió Zèon, amargamente -. Abandoné la corte a los once años y no he vuelto desde entonces. Ya no podría, aunque quisiera -añadió, con un hilo de voz.
Ike comprendió entonces lo que había detrás de aquellas palabras y una sombra de tristeza y culpabilidad atravesó la mirada de sus ojos de color rojizo.
-Yo... lo siento muchísimo, Zèon -murmuró, al cabo de unos segundos -. Sé que no tengo derecho a decir esto, pero si hubiera dependido de mí, las cosas no habrían sucedido así. Ni la invasión ni... lo que te hicieron a ti.
-Tienes razón -replicó el zorro ártico, fríamente. Había alzado la cabeza al escuchar las últimas palabras del león y una pequeña chispa de odio brillaba en lo más profundo de sus ojos -. No tienes derecho a decir eso.
Ike iba a decir algo más, pero se lo pensó dos veces y calló, mirando avergonzado al suelo. En el fondo, comprendía los sentimientos del zorro ártico y sabía que su reacción era más que normal.
-Lo lamento mucho -fue todo lo que pudo decir, a media voz, sin atreverse a mirar de nuevo a Zèon.
No hablaron mucho más después de aquello.
Zèon no estaba dispuesto a entablar de nuevo conversación después de que el león hubiera mencionado el único tema del que no estaba dispuesto a hablar. Por su parte, Ike estaba demasiado avergonzado como para volver a arriesgarse a meter la pata y se sentía demasiado culpable. Al cabo de un rato, se despidió con un hilo de voz y se marchó de la habitación, no sin antes dirigir una última mirada de disculpa a Zèon, que éste no le devolvió.
-Creo que has sido un poco duro con él -opinó Vent, al otro lado de la sala. No había intervenido demasiado en la conversación de ambos, pero había prestado atención para comprender qué clase de criaturas eran aquellas con las que le habían encerrado.
Zèon ignoró el comentario del humano y volvió a tumbarse en su cama, reprimiendo un gesto de dolor y enterrando la cara en la almohada. <<¿Un poco duro?>> pensó, inculcándole una buena dosis de ironía a su pensamiento.
Si Vent supiera por lo que él había tenido que pasar debido al ataque de los fehlar, jamás se habría atrevido a decir aquello. Si tan sólo supiera...
Zèon había permanecido con Khun durante casi un mes. El enorme tigre había disfrutado de la compañía del zorro ártico todas y cada una de las noches que habían pasado juntos; la mayor parte de las veces solo, aunque en ocasiones también junto a otros generales del ejército fehlar, que se unían a él en escandalosas bacanales llenas de vino, hierbas y otras sustancias de dudosa procedencia.
El zorro ártico había tratado de resistirse en un par de ocasiones, pero pronto se había dado cuenta de que era inútil. Khun nunca era agresivo con él, nunca le pegaba ni le insultaba, pero podía obligarle fácilmente a hacer lo que él quería, ya que su fuerza superaba por mucho a la del pequeño kane. Con el tiempo, Zèon se acostumbró a hacer lo que le pedía, resignado. Aún así, no había ni una sola vez que no le doliera, ni que al acabar no se sintiera más como un objeto y menos como un ser pensante. Casi tenía la sensación de que la desesperación, la impotencia y el agotamiento se entremezclaban en su mente, anulándole. Podía escuchar los gritos de socorro de su conciencia, que se ahogaba bajo el apetito sexual del enorme tigre. Tenía miedo de que algún día, simplemente... dejara de pensar.
La noche antes de separarse definitivamente de él, Khun le habló con ternura. Le explicó, uno tras otro, los motivos por los que un general como él tenía que deshacerse de un chico tan bueno como Zèon antes de llegar a casa. Mencionó a una mujer y a unos hijos, pero el zorro ártico apenas podía escucharle ya. La posibilidad de que Khun le liberara había encendido una pequeña luz de esperanza en su mente... que sin embargo, pronto se vio apagada cuando averiguó, al día siguiente, que aquel tigre sólo había sido el primero de una larga lista.
Zèon tuvo muchos amos durante aquellos años. Algunos, casi tan falsamente compasivos y tiernos como Khun; otros, por el contrario, crueles y sanguinarios. Muchos disfrutaban haciéndole sufrir. A otros, sin embargo, les gustaba la idea de exponerlo delante de sus amigos como algún extraño trofeo, lo que acrecentaba la sensación que Zèon tenía de que, día tras día, se estaba convirtiendo en poco más que un objeto, un mueble; algún día, podría quedarse apartado en una esquina y acumular polvo tranquilamente, sin ningún pensamiento, hasta que a su amo le apeteciera requerir sus servicios. Utilizarle. Usarle.
Durante aquellos largos años, también conoció a muchos como él. Otros kane que, a menudo, no tenían la misma suerte que él y dejaban de satisfacer demasiado pronto a sus amos. De un día a otro, los que no eran lo "suficientemente satisfactorios" desaparecían sin dejar rastro, y Zèon los envidiaba silenciosamente. En aquella época, habría dado cualquier cosa por, simplemente, dejar de existir. Al fin y al cabo, estaba mal que los objetos tuvieron conciencia, o creyeran tenerla. Hacía ya tiempo que no escuchaba los gritos desesperados de su mente por aferrarse a su identidad.
Todavía recordaba, aún así, el día en que había parecido despertar. Una criada estaba preparándole para el que sería su último amo, huntándole diferentes aceites por el cuerpo y perfumándole con distintas hierbas. Aquello era, sin duda, lo peor: no sólo su amo podía tocarle como si no fuera más que un objeto, sino que muchos pretendían que pasara por un riguroso proceso de preparación antes de dignarse siquiera a mirarle.
Alguien llamó a la criada y esta, respondiendo con un improperio, salió de la habitación, dejando la puerta abierta. Algo había crujido en la mente de Zèon, como si un mecanismo oxidado hubiera encontrado de nuevo su sitio, y no había tardado en comprender lo que aquello significaba. Había salido de la habitación, al principio tímidamente, pero más tarde con pasos más decididos. Oía voces por los pasillos, pero no había nadie a la vista y, por suerte para él, había tenido desde siempre un oído muy fino. Sería capaz de saber si alguien se acercaba hacia donde estaba.
Finalmente, encontró una habitación vacía que daba a un enorme balcón. Zèon salió al exterior, entrecerrando los ojos y abrazándose a sí mismo para darse algo de calor. Aún estaba húmedo por los aceites que le había aplicado la criada y el rápido viento de aquella zona de las tierras de los kane le arrancó un escalofrío.
Miró abajo.
Había aproximadamente unos siete metros hasta el suelo. Sabía que una mala caída bien podía significar un final desagradable, aunque aquella posibilidad tampoco le parecía tan mala después de todo. Llevaba tanto tiempo deseando que su conciencia se apagara que, en realidad, morir le parecía un destino tan bueno como escapar.
De forma que respiró hondo y se encaramó a la balaustrada del balcón, evitando mirar abajo. Sabía que cualquier mínimo gesto de vacilación podría provocar una mala caída y, aunque aquello significara liberarse por fin de su condición de objeto, había otra posibilidad que le atraía más. Escuchó voces tras él, en el pasillo, y supo que no tenía mucho tiempo.
Saltó.
La sensación de caída libre le provocó un curioso hormigueo en el estómago que fue rápidamente sustituido por un agudo dolor en el tobillo una vez cayó al suelo. Zèon estuvo a punto de dejar escapar un grito, pero se contuvo al oír un chillido de horror en una de las estancias superiores.
Alguien acababa de descubrir su ausencia.
Con esfuerzo, se levantó y comenzó a avanzar hacia un pequeño bosquecillo que se levantaba no demasiado lejos de allí. Estaba seguro de que se había torcido el tobillo con la caída, y por eso avanzaba cojeando, a duras penas. Sin embargo, ya no podía rendirse.
Una nueva fuerza había levantado su conciencia, recordándole quién era y, sobre todo, qué era. Un ser vivo y pensante, que merecía tener la misma libertad que cualquier otro.
Esa libertad por la que ahora escapaba desesperadamente hacia lo desconocido.
Zèon se pasó el dorso de la zarpa por los ojos, apartando las lágrimas de su rostro y tratando de contener los sollozos. Era noche cerrada y todos dormían en la habitación, aunque él había sido incapaz de conciliar el sueño, de nuevo.
De todas las experiencias de su vida, aquello había sido sin duda la que más le había marcado: el horror de sentirse un objeto, de haber perdido su propia identidad. Sabía, muy a su pesar, que habría podido incluso perdonar a aquellos que habían asesinado a su familia y a todos sus conocidos, pero no a los que le habían utilizado de aquella manera. Por aquello, entre otros muchos motivos, había escondido con tanto ahínco la marca que le identificaba como un objeto que cualquier fehlar podía usar. Le recordaba dolorosamente a aquellos días en los que había perdido cualquier rastro de su propia conciencia.
Sabiendo que aquello no llevaría a ningún lado, trató de secar sus lágrimas y de respirar profundamente para volver a la calma. Aquello ya había pasado, se dijo. No tenía sentido seguir recordándolo, ni mucho menos llorar por ello. Si tan sólo hubiera podido olvidarlo todo y dormir tranquilamente, como todos los demás...
En ese preciso momento, una inquietante duda asaltó su mente y los recuerdos de su pasado quedaron a un lado. Después de todo... ¿por qué los demás dormían tan profundamente? O, dicho de otro modo... ¿realmente lo hacían voluntariamente?
Zèon se incorporó en su cama, con los ojos muy abiertos. El brillo azul de sus iris resplandeció en medio de la oscuridad cuando, inquieto, el zorro trató de levantarse de la cama. Lo logró al cabo de unos segundos en los que realizó varios intentos infructuosos, pero finalmente consiguió mantenerse en pie, apoyándose débilmente en la escalera de la litera.
El silencio de la noche era tal que Zèon casi se sintió como si hubiera profanado algo sagrado cuando, tímidamente, musitó:
-...¿Koi?
El pequeño husky, que dormía en la cama de arriba, no dio señales de haber oído su voz. La inquietud en el corazón de Zèon se hizo más grande, aunque no volvió a llamar a Koi: si sus temores resultaban no ser ciertos y el husky se despertaba, seguramente le haría preguntas difíciles de responder. De modo que respiró hondo y trató de avanzar hacia la cama que había al otro lado de la sala, reprimiendo un gesto de dolor.
Cada paso fue una tortura y estuvo a punto de caer al suelo en más de una ocasión, pero finalmente alcanzó la otra litera y se apoyó en ella, jadeando con cansacio. La densa penumbra de la noche parecía envolverlo todo.
-¿Luca? -preguntó entonces Zèon, en un tono más alto. No obtuvo respuesta -. ¿Luca, puedes oírme?
El lobo no contestó. Ni siquiera se removió en sueños, y Zèon comenzó a preocuparse. Sin embargo, su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración tranquila y pausada, por lo que estaba claro que estaba dormido. Zèon le zarandeó del brazo, con insistencia, pero siguió sin obtener ninguna reacción. Y el zorro ártico sabía ya por experiencias pasadas que Luca habría despertado al mínimo movimiento.
Sus peores temores se confirmaron, y se dejó caer al suelo, anonadado. Había tenido aquello todo ese tiempo delante de sus narices, y no había sido capaz de darse cuenta, a pesar de lo obvio que resultaba.
Les estaban drogando.
Cada noche, todos los fehlar y kane del edificio caían presas de un sueño provocado, probablemente, por algo que se incluía en sus comidas. Por eso había tanto silencio en la noche de la Caja: los guardas también dormían, simplemente, porque no necesitaban vigilar a los presos. La droga que les administraban seguramente bastaría para mantenerlos controlados. El recuerdo de aquel denso e insípido puré que les servían cada día sacudió la mente de Zèon y tuvo que reprimir una arcada.
¿Cuánto tiempo había estado cayendo dormido sin pretenderlo? ¿Cuánto tiempo habían permanecido sujetos a aquel silencioso control?
<<Tengo que contárselo a Luca>> pensó Zèon, nerviosamente <<Tengo que contárselo a todos...>>
Entonces recordó que Sophia estaba pendiente de cada uno de sus movimientos y que en el caso de que intentara decirle una sola palabra a alguien, ella lo sabría. Aún no sabía cómo, pero estaba seguro de que los tenía tan vigilados que habría sido capaz de escuchar hasta el más leve de sus susurros. No podía decirlo. No podía decírselo a nadie.
El zorro ártico se llevó las zarpas a la cabeza, desesperado. ¿Qué se suponía que debía hacer?
<<Puedo hacérselo entender a Luca sin decírselo directamente>> pensó, aunque no muy convencido <<Sí, seguro que él entenderá lo que está pasando>>.
Sabía que aquello no bastaría para hacerle saber a todo el mundo uno de los misterios que envolvían aquella siniestra prisión, pero no le importó.
En medio de la noche, se agarró a aquella esperanza como a un clavo ardiendo y deseó en silencio que la luz del día llegara cuanto antes, disipando aquella agobiante penumbra llena de silencio y mentiras.